SU NOMBRE PODRÍA HABER SIDO LIBERTAD

Aún la recuerdo bajando de aquel tren en la estación de Santa Justa, la palabra libre le quedaba corta. Venía de uno de esos blancos pueblos de la Costa Brava que perfilan el Mar Mediterráneo con una sensación común, pero no pertenecía a ninguno de ellos. Bien podría haber sido una reina gitana errante, con una juventud estremecedora y mil vivencias que no parecían pesarle. Su nombre, como ella, era sorprendente, polifacético, desconcertante y ecuménico, en definitiva nutría su esencia. Su sangre y su alma eran las de una artista.
Su llegada sacudió mi mundo, no por amor, sino por vértigo, el mismo vértigo que Kierkegaard relacionaba con la angustia del ser libre. Nunca he tenido la autodeterminación tan cerca, y eso me generaba momentos de paz infinita, en contrate con otros de inquietud plena.
Intervino en mi vida como intervino en mi casa, las llenó de objetos con alma; la suya. Había empapelado las paredes con enormes pliegos, para que al vuelo apuntáramos cualquier pensamiento que se deslizara por nuestras mentes, o algún que otro dibujo.
Recuerdo que durante la época, se avivaba de madrugada con el mejor de los ánimos, acicalándose en un blanco impecable, y como si fuera de celebración, cada día se unía a la vendimia. O durante noches enteras hacíamos arte, con velas, música e incienso, que rodeaban un ambiente densamente mágico. Un día, sola, derribó la tabiquería de su casa, la llenó de plantas, cojines y cajas pintadas que servían de muebles. Mi confusión fue notable, si bien la armonía que allí descubrí no la he vuelto a experimentar nunca jamás.
Su inteligencia emocional era prodigiosa, con ella todo era relativo, los límites siempre estaban cerca, los vínculos cada vez más distantes, la comodidad pendía de un hilo y paradójicamente el deleite presente era profundo. No era anarquía, era la más desalmada de las libertades. Su mundo me seducía y me agitaba a partes iguales... Se llevó una de mis batas para pintar, la misma que se ponía cuando estaba en casa y me dejó su firma impresa en una de mis obras.
La última vez que la vi fue en el desierto de Almería cerca de la provincia de Granada, apareció a lo lejos montada en la parte trasera de una moto saludando con la mano en alto, en medio de una nube de polvo rojo fino como el talco, allí había comprado una casa en medio de la nada, tras vender aquel piso sin tabiques. La nueva casa carecía de agua corriente, luz eléctrica, cristales y tenía un techo parcialmente hundido, se situaba a 18 kilómetros de un pueblo desconocido, pero siempre encontraba alguien que la llevara o la trajera; no sé bien cómo lo conseguía. Le llevé dos bolsas con provisiones. Esa noche dormí con ella y creí comprender que era lo que encontraba en aquel lugar; sin duda la oscuridad... La intensa paz me volvió a invadir bajo un cielo digno de cubrir el más misterioso de los desiertos... El sol trajo de nuevo la inquietud, contra la que los métodos sociales actúan como analgésicos y hacia el poniente recorrí el camino hasta la provincia de Cádiz, con el coche impregnado de una gruesa capa del polvo rojo y lagrimas en los ojos... nunca más he vuelto a saber de ella.
manuel luna
Oleo sobre tabla

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